Riverita by Armando Palacio Valdés

Riverita by Armando Palacio Valdés

autor:Armando Palacio Valdés
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Romántico, Novela, Histórico
publicado: 1886-02-09T23:00:00+00:00


Tomo II

I

Miguel no fue tan feliz como había imaginado viviendo con su madrastra. Aunque Julita le proporcionaba con su alegría infantil y cándido donaire gratísimos momentos, estaban amargamente compensados éstos por el malestar que le producía el carácter rígido, inflexible, de la brigadiera. Este carácter no tenía ocasión de manifestarse con él, porque evitaba escrupulosamente todo motivo de choque o disgusto; pero se mostraba en toda su violencia y a cada hora del día con su hija Julia. No podía hacer la pobre niña nada, fuese tuerto o derecho, que mereciese su aprobación; era un ordenar constante de la mañana a la noche, primero una cosa, después otra, a menudo cosas contrarias, lo que producía disgustos, conflictos y escenas ruidosas. Julia tenía ocupados todos los minutos del día; cinco horas de piano, dos de bordado, dos de estudio, etc. Por nada en el mundo podía infringirse este régimen despótico: la menor infracción costaba muchas lágrimas. Si por impaciencia, o arrastrada de su genio vivo y desenfadado, contestaba alguna cosa que oliese de cien leguas a falta de respeto, ya podía prepararse: la brigadiera se erguía como una fiera, la llenaba de insultos, y olvidándose a menudo de lo que debía a su propia dignidad, y apesar de los años de Julita, la pellizcaba cruelmente, la abofeteaba y la tiraba de los cabellos:—«¡A su madre no se contesta jamás; se obedece y se calla, aunque no tenga razón!»—Eran las palabras que siempre salían de su boca en casos tales. La brigadiera tenía de la patria potestad la misma idea que los romanos; no había límites para ella. Cuando se efectuaba alguna de estas escenas, y por desgracia eran demasiado frecuentes, siempre concluían del mismo modo: Julita se iba a llorar la reprensión, los pellizcos o las bofetadas a su cuarto; su madre no volvía a hablar con ella, ni a dirigirle siquiera una mirada: para que hubiese reconciliación, era necesario que Julia fuese a ponerse de rodillas delante de ella, y cruzadas las manos en el pecho, como estaba acostumbrada desde niña, la pidiese perdón. Sólo así lograba entrar en su gracia.

Poco tiempo después de haberse trasladado Miguel, fue testigo de una de las más repugnantes escenas de este género. Cuando terminó con el piano una mañana, Julita se fue al comedor, y motu propio, por su extremada inclinación al aseo, sacó toda la vajilla de los armarios y se puso a limpiarla esmeradamente y a colocarla de nuevo en su sitio. Empleó en la tarea mucho más tiempo de lo que había imaginado: cuando tornó al gabinete donde su madre se hallaba, ésta le preguntó con la aspereza acostumbrada si había cosido un vestido que se le había roto el día anterior.

—Todavía no—contestó Julita tranquilamente.

—¿Y qué te has hecho toda la mañana? ¡holgazana! ¡más que holgazana!—exclamó la brigadiera con ira.

Julia, que estaba muy ufana de su labor y que pensaba dar una sorpresa agradable a su madre, le dijo riendo:

—¿Mamá, tiene V. vergüenza para llamarme holgazana?

Nunca lo hubiera dicho. La



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